ARTE

domingo, 28 de febrero de 2016

Obsesión por la obra maestra

Su pasión y dedicación garantizó un lugar destacado en la historia a Isabella Stewart Gardner, Gertrude Stein y Peggy Guggenheim.

Demostraron que el coleccionismo no era una cuestión de sexo sino de oportunidad.


La coleccionista Peggy Guggenheim, en el centro, junto al crítico de arte Alfred Frankfurter y su esposa.
La coleccionista Peggy Guggenheim, en el centro, junto al crítico de arte Alfred Frankfurter y su esposa.

La figura del coleccionista ha sido siempre una de las más fascinantes para la historia de la literatura y el cine, desde Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, hasta Ciudadano Kane. Se trata de una persona obsesiva que vive por y para su colección, y que algunos psicoanalistas se aventuran a asociar al fetichismo –objetos que acaban por tener una significación simbólica que trasciende su propia realidad–. Los dos grandes psicoanalistas de la historia de Occidente, Freud y Lacan, no escribieron mucho sobre el coleccionista, tal vez porque ambos lo fueron a su manera, pero eso no ha evitado que el citado fetichismo martillee a menudo en las historias que se cuentan y se inventan de los numerosos personajes públicos y privados que han dedicado sus esfuerzos a las colecciones, desde las más modestas –caseras de conchas o souvenirs, por citar dos ejemplos– hasta las grandes colecciones de pintura, como la que fue en origen la del Museo Thyssen.
Pero ¿y las mujeres? ¿Ha habido grandes mujeres coleccionistas de arte? Desde luego, muchas menos que hombres, aunque no porque, siempre desde el punto de vista psicoanalítico, las mujeres no seamos fetichistas –que lo somos–, sino por algo mucho más banal y determinante: a lo largo de la historia hemos dispuesto de menos recursos personales, y hasta de menos libertad, para dedicarlos a construir una colección.
Las tres coleccionistas más populares de la primera mitad del XX son norteamericanas: Isabella Stewart Gardner, Gertrude Stein y Peggy Guggenheim. Tal vez los motivos sean que el país ofrecía una libertad a las mujeres de determinada clase social que todavía era difícil de encontrar en Europa y que, incluso, en Estados Unidos el principio de filantropía –asociado a las colecciones que acaban por hacerse públicas– está históricamente sin duda más arraigado que en Europa. De hecho, de un modo u otro, las tres acabaron por hacer públicas sus colecciones y, sobre todo, mostraron una pasión y una dedicación que les procuró el lugar destacado en la historia.
Isabella Stewart Gardner retratada por John Singer Sargent.
Isabella Stewart Gardner retratada por John Singer Sargent. / THE GRANGER COLLECTION (CORDON PRESS)
Empecemos por Isabella Stewart Gardner, cuyo museo se puede visitar hoy en día en Boston. La suya es una institución deliciosa donde se conserva el sabor de las casas-museo. Nacida en Nueva York en 1840, Isabella Stewart era una dama de la alta sociedad entusiasta de la pintura y la música, pasiones que pronto le otorgaron un puesto de honor en la sociedad bostoniana. De hecho, todas las crónicas de la época la describen como una mujer atractiva y encantadora que sabía rodearse siempre de los mejores. Quizás por ello no tardó en trabar amistad con el entonces joven y brillante historiador –y más tarde uno de los más reputados profesionales– Bernard Berenson, a quien conoció en las clases de Historia del Arte a las que asistía en la Universidad de Harvard y quien avivó su pasión por los clásicos italianos. Se cuenta que fue él quien la animó a “ser coleccionista” al compararla con la mismísima Isabella d’Este. Por su parte, ella le ayudó en su carrera, igual que a muchos otros –músicos, cantantes, artistas…–, ejerciendo su labor de mecenas. El terreno para el coleccionismo estaba abonado por los muy frecuentes viajes a Europa con su marido. Allí empezó a apreciar a los grandes maestros del Renacimiento y a comprar pequeñas obras, si bien fue en Sevilla, en 1888, cuando se hizo con su primer gran cuadro, una pieza del taller de Zurbarán. En febrero de 1903, tras la muerte de su esposo, el proyecto común se transformaba en el actual museo, muestra de la pasión de esta mujer que vivió para el arte.
La pericia de Phelps de Cisneros es semejante a la de Stein o Guggenheim: tuvo olfato para atesorar obras esenciales
La segunda gran coleccionista, Gertrude Stein, es mucho más conocida porque fue una de las escritoras más contundentes de la vanguardia estadounidense. Stein organizó su colección a través de mecanismos muy distintos, aunque también actuó como mecenas, apoyando a los artistas coetáneos. Ella también descubre su pasión por el arte en Europa, en su caso por el contemporáneo. Su padre envía a su hermano Leo a Italia en 1900 a estudiar el Renacimiento, pero no tarda en mudarse a París, donde se queda atrapado por los vanguardismos. Al poco tiempo le sigue su hermana Gertrude, quien al conocer a Matisse y Picasso, uno de sus grandes amigos a lo largo de los años, entiende cómo la propia literatura debe cambiar: tiene que transformarse igual que ha ocurrido con la pintura. Ambos hermanos empiezan entonces a coleccionar y, de alguna manera, a especializarse: mientras Leo prefería a Matisse, Gertrude apostaba por Picasso y el cubismo; en suma, por esas nuevas propuestas que se traslucen en su escritura, que el hermano no llega a entender y que poco a poco los distancia. Es entonces cuando se divide la colección y hasta los asistentes a sus conocidas veladas. La colección de Gertrude Stein, que pasó a manos de su compañera Alice B. Toklas, terminó por engrosar los fondos de museos norteamericanos. Su famoso retrato de Picasso descansa hoy en el Metropolitan de Nueva York.
Otra colección forjada en buena medida a partir de la amistad con los artistas es la de Peggy Guggenheim, quien en 1942 abría su mítica galería Art of this Century. Como se puede adivinar por su apellido, ella procedía de una conocida familia de Nueva York: era sobrina del afamado mecenas Solomon Guggenheim y llegó al coleccionismo casi por casualidad, ya en su madurez. Si apenas 10 años antes de abrir su galería ella misma comentaba que era incapaz de distinguir un cuadro moderno de uno clásico, en 1950 era la comisaria de una exposición de Jackson Pollock en Venecia. Había pasado menos de una década desde la inauguración de su galería y Peggy Guggenheim era ya una de las mejores conocedoras del Modernism –arte americano de los años cincuenta– o, al menos, de sus más vehementes defensoras. Allí, en su espacio, se escenificaba la propia construcción del mito de la modernidad americana, pues junto al surrealismo se mostraba a los jóvenes artistas locales. La galería estaba físicamente dividida en cuatro áreas, cada una de las cuales se distinguía del resto en la puesta en escena: en tres de ellas se presentaba la propia colección de la propietaria y la cuarta funcionaba como sala de exposición temporal dedicada al arte nuevo.
Gertrude Stein, en su estudio parisiense.
Gertrude Stein, en su estudio parisiense. / THE GRANGER COLLECTIÓN (CORDON PRESS)
El día de la inauguración, se recuerda, Peggy Guggenheim lucía dos pendientes: uno de Tanguy y otro de Calder, seguramente para enfatizar la imparcialidad entre surrealismo y abstracción. Aun así, Breton fue el encargado de ese primer catálogo y quizás allí se mostró una imparcialidad solo hasta cierto punto real. Es posible que sus elecciones de los jóvenes artistas americanos estuvieran mediatizadas por el gusto de y hacia los surrealistas; siempre se comenta que Duchamp, entre otros consejeros, estuvo a menudo a su lado. La colección está ahora expuesta en su museo de Venecia, uno de los más importante de Italia para obras del siglo XX.
Hoy en día otras mujeres han seguido los pasos de estas grandes coleccionistas, sus pasiones por el arte y la idea misma de convertir lo privado en público con la creación de fundaciones. Tal es el caso de Patricia Phelps de Cisneros, cuya colección de arte de la Modernidad en América Latina es sin duda la más deslumbrante que cualquiera pueda soñar, entre otras cosas porque su pericia fue semejante a la de Stein o Guggenheim: supo atesorar obras esenciales cuando aún era posible hacerlo, no solo económicamente, sino por la disponibilidad de las piezas –en este momento ni todo el oro del mundo podría adquirir alguna obra contundente de Lygia Clark o Hélio Oiticica–. En España, la galerista Helga de Alvear, siempre guiada por su propio deseo suele repetir, un deseo certero y sagaz, es propietaria de una colección maravillosa y decisiva para el arte contemporáneo, depositada en su fundación de Cáceres. De Alvear también ha seguido esa gran línea abierta por otras mujeres que a lo largo de la historia, de forma no abundante pero contundente, han demostrado cómo la pasión coleccionista no es una cuestión de sexo sino de oportunidad.
elpaissemanal@elpais.es
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