ARTE

jueves, 18 de agosto de 2016

Vázquez Cereijo, pintor y muy gallego

El pintor José Vázquez Cereijo



No se sostuvo propiamente con la pintura (trabajó como aparejador en el Ayuntamiento hasta que se jubiló) y vivió la mayor parte de su vida en Madrid, pero José Vázquez Cereijo (Lugo, 1940) fue y se sintió principalmente pintor y gallego: no le interesaba de verdad más que el arte y en todos los años que estuvo en Madrid no logró quitarse la saudade de encima ni el deje le desapareció del todo, huérfano de aquello. Durante casi cuarenta años, cada domingo, de madrugada, con mal o buen tiempo, Bonet y yo hicimos el Rastro con él. Tres horas hablando sin parar, de cualquier cosa, arriba y abajo, por aquellas cuestas. Como los filósofos peripatéticos, pero de segunda mano. Había empezado a ir al Rastro quince años antes que nosotros y lo sabía todo de cualquier pecio (antiguo o sólo viejo), tanto o más que los gitanos.
Cierto día se tropezó con un instrumento de medición de bronce, muy bonito, parecido a un teodolito. Preguntó a su dueño, amigo suyo y perro viejo como él, y el gitano le respondió que no sabía. En realidad le dijo: “Yo, la verdad, cada día sé menos”. Y nuestro amigo le corrigió como lo hubiera hecho Séneca: “No presumas”. Todo lo que decía solía llevar dentro esa retranca, lo que le obligaba a uno a escucharle siempre con media sonrisa. Bonet y yo íbamos a buscar libros y papeles viejos; él no, él no iba a buscar nada, seguramente porque habiendo encontrado tanto, hacía ya tiempo que no esperaba mucho de la refriega.
Fue feliz y desdichado a medias y a la vez, sin dejar de ser nunca lo uno y lo otro. Muy gallego en eso también. Lo sobrellevó con dignidad y al final la vida ha querido premiarle sólo con dicha, mujer e hijos. La rutina laboral le acostumbró a pintar por las tardes, y acaso por eso su pintura era muy melancólica, gris, plateada, color musgo. En sus cuadros llueve trescientos días al año, como en Santiago. Al principio tenía un cierto apetito onírico, que no perdió. Hace unos años descubrió, como sus paisanos Risco y Cunqueiro, Mitteleuropa, Praga en concreto, y empezó a tallar en maderas encontradas en la playa unos grabados preciosos, de otro tiempo, en los que parecen latir todos los naufragios de la Costa de la Muerte. Misteriosa palabra esta. Ha muerto de una afección cardiaca, igual que su tío el gran poeta gallego Luis Pimentel, no menos hipocondriaco.
Hace casi cuarenta años el sobrino hizo un retrato de su tío para el libro inédito de este, Cunetas, sobre los muertos de la Guerra Civil, que publicamos Bonet y yo. Ninguno de nosotros, claro, pudo imaginar entonces este final, que aplicando nuestra filosofía, de segunda mano, no es más que seguir en la rueda de la Vida, esa de la que se venden los cojinetes en el Rastro, que ha sido siempre, por si no lo sabían, la patria de los huérfanos.

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