Y Casanova se reencarnó en mujer. Eso sí, vestida por Paul Poiret, con pendientes diseñados por Tanguy y Calder y posando para Man Ray. Siempre ha habido clases. Pobre niña rica, heredera multimillonaria, excéntrica y extravagante (lucía gafas de mariposa y siempre iba con sus inseparables lhasa apso), caprichosa (estaba acostumbrada a conseguir todo lo que deseaba), manipuladora, rebelde, autodestructiva, sexualmente liberada, promiscua, provocadora... Todo menos convencional.
Coleccionista compulsiva (atesoraba a la misma velocidad cuadros y amantes) y activa mecenas (apoyó a muchos artistas no sólo comprando sus obras y lanzando sus carreras, sino ayudándolos a salir del país huyendo del nazismo), Peggy Guggenheim (1898-1979) no dejó indiferente a nadie. Para unos, era tacaña e insegura. Acomplejada por su físico poco agraciado (heredó la horrible nariz de los Guggenheim), le atormentaba que los hombres estuvieran con ella sólo por su dinero. Pero así fue. Para otros, sin embargo, era inteligente, generosa y muy trabajadora. Antes que galerista estuvo empleada en la consulta de un dentista, en una librería...
La apasionada y apasionante vida de Marguerite (ese era su verdadero nombre) fue contada en primera persona, con todo lujo de detalles íntimos, en su autobiografía, «Confesiones de una adicta al arte». Habla en ellas sin tapujos de sus hazañas amatorias. Presumía de haber tenido más de 400 amantes. La crítica la vapuleó:tildó el libro de«confesiones ninfómanas». Matrimonios fallidos, romances tormentosos, viajes, fiestas, alcohol...
Una mujer maltratada
Ahora es Francine Prose, biógrafa de Ana Frank y Mary Shelley, quien cuenta su vida en tercera persona en «Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad» (Turner). El libro no omite la violencia física que estuvo presente en todas sus relaciones sentimentales. Dicen que tentaba los límites de sus amantes hasta hacerles perder el control y que sirvió fría la venganza, empleando su fortuna para «manipular y castigar a los hombres por tratarla mal o no quererla lo suficiente. Soportaba el daño físico y psicológico, humillando a los hombres, controlándolos con su dependencia económica». Son tremendos los episodios de maltrato que sufrió por parte de sus parejas.
Las tragedias familiares marcaron su vida. Ríanse de las de Sófocles. Su padre, Benjamin Guggenheim, iba a bordo del Titanic. Con su elegante esmoquin, ayudó a subir a los botes a los pasajeros, pero él se negó a hacerlo. Su madre, Florette Seligman, era obsesiva compulsiva. Su hermana Benita murió al dar a luz. Dos de sus sobrinos cayeron desde el piso 16 de un rascacielos por motivos inexplicables. Y su hija Pegeen, inestable mentalmente, traumatizada, depresiva, alcohólica..., murió prematuramente, doce años antes que ella. Se barajó el suicidio. «Sentí que toda la luz de mi vida se apagaba», se lamentaba Peggy Guggenheim, a quien Gore Vidal define, con certero tino, como «la última de las heroínas trasatlánticas de Henry James, como una Daisy Miller con más pelotas».
Los hombres de su vida
Su primer marido fue el escritor Laurence Vail («rubio, ojos azules, porte aristocrático»), con quien tuvo sus dos únicos hijos:Sindbad y Pegeen. Estuvieron seis años juntos. Cuenta Francine Prose que Vail le tiraba los zapatos por la ventana, destrozaba los muebles, le daba empujones por la calle, le untaba mermelada en el pelo... Un día casi la ahoga en la bañera y, estando embarazada, le tiró un plato de judías. Pero el amor de su vida fue el también escritor John Ferrar Holms. Una especie de Pigmalión para Peggy:«Me tuvo en la palma de la mano. Dirigió cada uno de mis movimientos, de mis pensamientos». Tampoco fue un santo.
Relata la biógrafa que la obligó a permanecer desnuda durante horas ante una ventana abierta en diciembre, le tiró whisky a los ojos... Tras su muerte, Peggy perdió el norte: «Llevaba años siendo esclava de John. No tenía ni la menor idea de cómo vivir mi vida. Tras su muerte vivía con el terror de quedarme sin alma». Incluso intentó suicidarse. Otro hombre importante en su vida fue el dramaturgo Samuel Beckett. Guapo, culto y diez años más joven que ella, era muy educado... hasta que perdía el control por el alcohol. La relación duró 13 meses. «No creo que estuviera enamorado de mí más de diez minutos», se lamentaba ella.
Se acostó con muchos de sus artistas. Con Yves Tanguy mantuvo un tormentoso romance (durante una pelea ella cayó a la chimenea), pero de quien se enamoró locamente fue de Max Ernst. Él, en cambio, se casó con ella por su dinero. Siempre estuvo obsesionado con Leonora Carrington. Peggy se moría de celos:a ella nunca la pintaba, a Leonora sí. «Lo que Max necesitaba para pintar era paz, lo que yo necesitaba para vivir era amor. Como ninguno de los dos le daba al otro lo que necesitaba, nuestra unión estaba abocada al fracaso». Entre sus últimas relaciones, Gregory Corso, uno de los «beat». Peggy tenía 60 años, él 27. «Le ofrecí mi alma a cambio de vida», confesaba el poeta. Y Raoul Gregorich, un atractivo italiano amante de la velocidad, que murió en un accidente en un coche que ella le regaló.
«Soy un museo»
Pero más allá de su, digamos, azarosa vida privada, Peggy Guggenheim atesoró una de las mejores colecciones de arte moderno del mundo, que hoy puede admirarse en el maravilloso Palazzo Venier dei Leoni, en el Gran Canal de Venecia, donde vivió sus últimos 30 años. Antes había fundado dos importantes galerías de arte: primero, en Londres,Guggenheim Jeune (1938-1939); más tarde, en Nueva York, Art of This Century, templo de la vanguardia entre 1942 y 1947, por el que pasó lo más granado del arte del siglo XX. «No soy una coleccionista. Soy un museo», decía Peggy.
Sobrina de Solomon Guggenheim, fue Marcel Duchamp su mejor cómplice:«Intentó educarme, me dio muchos consejos, me presentó a todos los artistas. A él tengo que agradecerle mi incursión en el mundo del arte moderno». Pollock, «su vástago intelectual», decoró el vestíbulo de su residencia en Manhattan con un mural que cambió la Historia del Arte. Amiga de Paul y Jane Bowles, Yoko Ono, John Cage..., por las fastuosas fiestas de su palacio veneciano pasaron Felipe de Edimburgo, Tennessee Williams o Truman Capote, que escribió allí «Hablan las musas». Venecia aún llora hoy a la última Dogaressa.
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